14 de septiembre de 2015

LA EDAD DEL TIEMPO



Llegué lo más rápido que pude después de recibir la llamada, todo el cuerpo me temblaba. Bajé del auto mientras un sudor helado me recorría por debajo de la camisa, no podía ni siquiera sacar la llave de mi bolsillo. Opté por llamar a la puerta, supe que Silvia abriría inmediatamente; en cuanto me vio cerró la puerta detrás de ella y se lanzó a mis brazos, colocó su cabeza en mi hombro y pude sentir el calor que de ella emanaba, poco a poco sus lágrimas traspasaron mi camisa, pero no la interrumpí, solamente solté un débil sollozo y la abracé con todas mis fuerzas. Pasaron muy pocos minutos, nos separamos y pude observar el vaho que salía de sus labios en ese momento, era simplemente el día más frio que se registraba en toda la ciudad. La tomé de la mano, le temblaba demasiado así que preferí rodearla por el cuello con mi brazo.

Entramos en la casa, la calefacción estaba encendida, eso nos reconforto un poco. Nos sentamos en la sala sin decir ni una palabra, solamente observando a través de la ventana que estaba empañada, pude distinguir las luces pasando a gran velocidad y el auto mal estacionado. De pronto unas manos heladas rodearon las mías, miré a Silvia todavía ausente. Recuperábamos el calor bastante rápido, habían pasado veinte minutos. Me levanté del sillón y me dirigí a la cocina, el reloj que estaba colgando en la pared marcaba las siete en punto; conecté la cafetera y sin pensarlo mucho saqué de la alacena dos tazas, preparé el café como cualquier día, dos de azúcar para ella y ninguna para mí. Me quedé parado en el marco de la puerta con las dos tazas de café, la escena era muy triste; la lámpara de mesa iluminaba media habitación, lo demás estaba escondido en la obscuridad, Silvia sentada en el sillón de piel, temblando, mirando hacia la nada; el tic tac del reloj inundaba el silencio que había en la casa, me acerqué para darle el café, lo tomó mirándome con los ojos cristalinos, llenos de tristeza, puso la taza entre sus manos ya que no podía sostenerla  sin que se le derramase el café.

Repasé la habitación sin buscar nada en especial; una mesa de centro llena de pañuelos usados, el cesto de la basura de la cocina se encontraba junto al sofá; el reloj nos marcaba el compás, repetitivo, inmutable; marcaba las siete con treinta. Silvia cubierta con la frazada roja de nuestra cama, sus pantalones gastados, tenía puesta una de mis camisetas, “Campeones del 2006” decía en la parte posterior.

Recuerdo cuando fui a ese juego con mi papá, han pasado años desde aquella vez, me llevaba en la parte trasera de la camioneta; siempre le dije que era mi lugar favorito a la hora de acompañarlo, solamente me dejaba ir allí cuando mi madre no nos acompañaba. –Es peligroso, no sabes que pueda pasar, Ricardo, no seas inconsciente, por favor.- Mi papá siempre le sonreía cuando ella se preocupaba demasiado, entonces mi mamá le devolvía el gesto y casi siempre todo terminaba con un beso. –Perdón mi amor, no volverá a pasar. Deja que lo disfrute, aunque sea sólo una sola vez.-

Siempre lo hice.



Podía ver como todo pasaba muy rápido, el viento soplaba lentamente y me envolvía, todos los aromas se reunían en ese lugar; la frescura de los árboles era incomparable; siempre disfrutaba ir de paseo con papá. Cuando llegamos al estadio todo estaba repleto de gente, papá bajó de la camioneta, se ajustó el cinturón y me dijo:
-¿Listo, campeón? Hoy es tu día y quiero que lo disfrutes.
-¡Sí! ¿Puedo comer lo que sea?
-Lo que sea y cuanto quieras. Hoy no hay límites.

Regresó la mirada dentro de la camioneta y se estiró cuan largo era para tomar su gorra de la buena suerte; era completamente negra, un poco desgastada por el sol y el uso. Se la puso rápidamente pero no sin antes darle un beso, era como si se encomendase a Dios, le quedaba a la  perfección.
-Papá, mira toda la comida que hay. ¿Podemos comer algo de cada lugar?
-Claro, pero todo con calma; no querrás que tu mamá nos descubra. Porque te apuesto lo que quieras a que nos estará esperando, lista para interrogarte. Y cuando te pregunte de la camioneta le…
-Le digo que me senté junto a ti. Tranquilo, ya sé muy bien cómo responder a esas preguntas. ¡Mira, papá! ¿Qué ese no es Luis? ¿Qué hace aquí? Ven, corre, vamos a saludarlo. ¡Apúrate!
-Sí, sí, tranquilo campeón. A ver, dame la mano.

Se acomodó la gorra de nuevo, intenté salir corriendo pero él ya se lo esperaba y me sujetó de la mano lo más fuerte que pudo y por poco y caigo. Por suerte no me soltó, pero vaya susto el que me llevé.
-Ya ves, más vale ir lento pero seguro.
-Pues si seguimos así nunca lo alcanzaremos, además casi me caigo y todo por tu culpa.

Me miró y me sonrió, siempre resolvía todos los problemas con una sonrisa. En ese entonces él tenía todos sus dientes, aunque con el paso de los años estos se le fueron cayendo hasta quedarse completamente sin ellos.
-No es él, campeón. Se parece mucho, demasiado diría yo, pero créeme que reconocería a Luis entre toda esta gente y en cualquier lugar; además Luis nunca fue aficionado a los deportes tanto como yo. Solamente me acompañaba porque yo tenía coche y las cervezas las invitaba yo, que buenos tiempos. Recuérdame hablarle un día de estos.

Cuando llegamos a la entrada principal del estadio, toda la gente estaba conglomerada ahí, parecía que la fila no avanzaba y que nunca íbamos a entrar a tiempo para el partido, entonces papá me cargó y me puso encima de sus hombros.
-No quiero que te pierdas, así que atento, campeón. ¿Tú tienes los boletos, verdad?
-Sí, los tengo dentro de la chamarra.
-Perfecto, no los saques hasta que estemos a punto de entrar. No queremos que se pierdan justo antes del juego.

Estuvimos en la fila poco más de veinte minutos, cuando llegó el momento saqué los boletos de la bolsa interior de mi chamarra y los miré rápidamente. El tiempo ha pasado pero aún recuerdo lo que estaba escrito en ellos:

FINAL DEL CAMPEONATO
2005-2006
ASIENTOS
AA6-AA7

Faltaban los nombres de los equipos, pero era porque los habíamos comprado cuando el torneo llevaba solamente un par de partidos; ahorramos todo lo que pudimos ese año. Y aunque los compramos sin saber quiénes serían los finalistas, pareciese que la suerte siempre estuvo de nuestro lado ya que el equipo que apoyábamos llegó a la final.

Cuando buscábamos los asientos, yo pensaba que nos sentaríamos en la parte más alejada del campo y no veríamos nada, pero para mí sorpresa eran los más cercanos a la cancha, justo por encima donde los jugadores salen de los vestidores. En ese momento mi papá vio mi cara de asombro y sólo se limitó a decirme:
-Lo mejor para ti, hoy es tu día, campeón. Disfrútalo al máximo.
Poco a poco el estadio comenzó a llenarse, faltaban unos cuantos minutos antes de que el partido comenzase, las luces se encendieron para iluminar el campo, de repente unas voces se escucharon bajo mis pies. Los jugadores salieron al campo y calentaron antes de que el árbitro marcase el inicio del juego.
-¡Campeón!, ¿qué te pasa? Respóndeme.

Recuerdo el escalofrío que recorría mi espalda, las manos me sudaban, cada vez era más difícil respirar; sentía una presión en el pecho, los ruidos que me rodeaban disminuyeron y pude escuchar el palpitar de mi corazón acelerado. El frio se apoderó cada vez más de mi cuerpo, ya no tenía control sobre él; entonces una voz grave se acercó, al principio no podía distinguir nada, las palabras parecían no tener sentido alguno. La voz se volvía más fuerte y la sentía más cerca. Poco a poco retomé el control de mis sentidos, el ruido del estadio era ensordecedor, todos coreaban al unísono para apoyar a su equipo; mi papá estaba ahí, mirándome; yo intentaba gritar pero no lo lograba, solo unos cuantos balbuceos salían de mi boca. Papá se limitó a abrazarme lo más fuerte que pudo y me dijo, casi en susurro:
-Los hombres no lloran, quiero que lo recuerdes siempre.

Siempre lo hice.


En ese momento me sentía seguro, nada me pasaría, mi papá me protegería sin importar las circunstancias, y así lo hizo. Y siempre le estaré agradecido.
-Campeón, cuando yo tenía tu edad mi padre me llevó de cacería con él. Siempre dijo que era el modo en que entraban niños y salían hombres. El bosque nos esperaba, denso, en silencio, solo se escuchaba el crujir de las ramas en el suelo al pisarlas; la hojarasca se levantaba por el viento. Como luz llevábamos una linterna, pero no era necesario usarla, la Luna vigilante en todo momento de cada paso que dábamos, nuestra guía, nuestra confidente, todo estaba obscuro y sin estrellas. Un paso en falso y tropecé con la raíz de un árbol, mi padre no se dio cuenta y siguió en su camino, cuando me levanté y me sacudí de encima toda la tierra y la hojarasca, estaba completamente solo y habíamos avanzado tanto que los rayos tenues de la Luna se filtraban por las copas de los árboles. Grité y corrí hasta que mi aliento se acabó, lloré y lloré, pero ni una sola señal de mi padre, ni una respuesta; solo estaba yo, un niño, perdido en el bosque, deseando jamás haber entrado, deseando que mi padre estuviese a mi lado. Me armé de valor, me limpié las lágrimas con mi mano llena de musgo y lodo; caminé a ciegas, intentando guiarme hasta encontrar la entrada del bosque, cuando al fin pude salir del bosque busqué el auto en todo el estacionamiento y lo encontré casi al instante, una pequeña luz de color rojizo titilaba, corrí hasta abrir la puerta, entonces todo el humo del cigarrillo me golpeó mientras entraba en el auto. Ahí estaba mi padre, fumando, mientras su hijo estaba perdido y asustado en el bosque. Y lo único que me dijo fue: -Tardaste más de lo que creía.- Por eso nunca te voy a dejar solo cuando entres al bosque, siempre estaré contigo y te ayudaré a salir, saldremos juntos, lo prometo.

Se quitó la gorra y la colocó suavemente en mi cabeza, fue entonces cuando me tranquilicé. Todo el estadio seguía gritando, como si nada hubiese pasado, de repente el sonido del silbato anunciaba el final del primer tiempo. Marcador 0-0. Papá volvió su mirada hacia mí y dijo:
-Esa gorra que llevas puesta, campeón, es mi amuleto de la suerte y tú lo sabes mejor que nadie; incluso más que tu madre, me atrevería a decir.
-Sí, si mamá lo supiera tan bien como yo, te llamaría loco e irías a dormir al sillón.
-Exactamente, y lamentablemente no sería la primera vez- dijo entre risas.- Tal vez ahora te quede muy holgada, como a mí me quedó alguna vez, pero créeme que cuando crezcas te quedará justa. Y cuando llegue ese momento, sabrás que ya eres un hombre, igual que tu padre y ya habrás vencido tus miedos. Y ya no me necesitarás más.
-Pero ahora te necesito. –Dije mientras me limpiaba las lágrimas con la manga de mi chamarra- ¡Y no quiero que te vayas!
-Estaré contigo el tiempo que necesites…que me necesites.

Un sonido retumbó a lo lejos, era agudo, molesto. El estadio estalló en euforia, se escuchaban los aplausos estridentes, el retumbar de los tambores, todos coreando al son del juego. Los jugadores salieron al campo, se giraron para enfrentar a su público, afición. Pasaron el balón de un lado a otro, el defensa bombeaba a lo lejos, divisando al volante; éste hacía lo propio y centraba el balón para su delantero. Éste saltó, los músculos de las piernas se tensaban, saltaba más que cualquier otra persona, lo impulsaban sus sueños, sus esperanzas, sus anhelos; el sonido hueco y grave del cráneo al impactar el balón, el giro sobrehumano de su cuello, la tensión generada en la mandíbula, la fricción entre los dientes, toda esa presión generada por el deseo de la victoria; los ojos firmemente cerrados, esperando, atentos al mínimo estruendo están sus oídos, esperando la confirmación del público, coreando su nombre. El estruendo es abrumador, el silbatazo del árbitro anuncia al nuevo campeón, el público salta en su lugar, gritando, la euforia se siente en el ambiente, todos unidos en un mismo sentimiento.

Papá y yo nos abrazamos, me levantó y me subió a sus hombros, pude rozar con los dedos el confeti que estaba desperdigado en el aire. Los jugadores se abalanzaron en el centro del campo para posar a la foto del nuevo campeón, el entrenador lloraba de alegría mientras se acercaba a sus muchachos. Yo me sentía en un sueño, todo parecía tan irreal, los sonidos, los aromas, todo era perfecto, era simplemente el día perfecto.
-¿Listo para tu última sorpresa, campeón?
-¡¿Qué?! ¡¿Hay más?! –Grité mientras me llevaba las manos al rostro de la emoción.
-Lo mejor para el final. Agárrate fuerte porque hay que correr si queremos llegar a tiempo.

Mantuve mis manos firmes sobre sus hombros, salimos de las gradas lo más rápido que pudimos, entre tanto tiramos unas cuantas cervezas y unas papas fritas que rozaron la camisa que llevaba papá, la mancha se extendía por todo su costado con tonalidades rojizas y amarillentas; llegamos al pasillo y había una persona esperándonos en la entrada de los vestidores, movía la mano de arriba hacia abajo, todo el pasillo estaba iluminado por la luz que entraba del campo; nos acercamos a la puerta y el cerrojo se movió, al abrirse la puerta dejó salir una luz intensa que nos deslumbró.
-¡Feliz cumpleaños, campeón! –Dijo mi papá.

Todo el equipo estaba reunido ahí, esperándonos con un pastel de tres pisos al centro de los vestidores, me bajé de los hombros de papá. Todavía impactado de lo sucedido intenté hablar pero nada salía de mi boca más que aire y balbuceos; todos los jugadores se acercaron a mí deseándome un feliz cumpleaños. Me rodearon y me cargaron entre todos, dimos una vuelta por todo el cuarto, los tenis estaban desperdigados por el piso el cual estaba lleno de césped, tierra y sudor; las lámparas irradiaban una luz casi cegadora que se reflejaba en el trofeo y éste despedía un destello que solo podría ser comparado con el de mi sonrisa en ese momento.
-Ya está bien muchachos, si no lo bajan no podrá disfrutar del pastel.
-Sí, sí, claro. –Repitieron los jugadores al unísono.
-¿Fue lo mejor o no, campeón?
-Es perfecto, pe…pero... ¿Cómo lo hiciste?
-Tu viejo tiene unos cuantos amigos que son dueños del club, y se unieron a mi causa sin dudarlo ni un momento; lo mejor para mi hijo. ¡Espera! Falta algo, pero no recuerdo ahora que es exactamente….déjame recordar…
-¡La playera! –Gritó un jugador desde el fondo.
-¡Ah sí, eso era! Pásenla para acá, muchachos.

Todos los jugadores estaban reunidos en una esquina, pasándose el plumón entre ellos. Finalmente el capitán, quién había marcado el gol de la victoria, se acercó y traía consigo un bulto blanco lleno de rayones negros.
-Felicidades, quiero que sepas que tienes a un papá que te quiere mucho. Toma, ésta es la playera que tenemos todos por haber ganado, pero la tuya es más especial porque todos te la firmamos, es un regalo espectacular si me lo preguntas a mí.
Estiró la playera frente a mí y le dio vuelta, se podía leer “Campeones del 2006” y todas las firmas estaban allí, incluso la del director técnico, quien me saludaba sentado desde el otro lado del vestidor.
-Espero que te guste, campeón. Cuídala mucho.
-Sí, no te preocupes, no le pasará nada. La cuidaré.

Pero después de tantos años, todo se fue borrando, hasta que cambió a un tono pálido amarillento. Pero el recuerdo nunca se borró, ¿olvidarlo?

Nunca lo hice.

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