Cada vez que me siento a escribir, la boca me sabe a las pastillas que nos tomábamos los sábados por la tarde, mientras tus papás no estaban en casa.
Cada vez que tomo mi guitarra para tocar, las cuerdas suenan a la colisión de madera y lluvia que armonizaba tu voz esas noches de pupilas dilatadas.
Cada vez que me despierto agitado a causa del aire que parece confinado en mis pulmones, mi espalda tiembla al sentir tu escalofrío, que la recorre como un paseo por el centro de la ciudad.
Cada vez que leo tu última carta, evoco el olor del árbol al que te fusionaste para convertirte en péndulo.
Cada vez que te recuerdo, recuerdo que no habrá próxima vez.
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